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En las tardes de noviembre, el sol golpeaba sin contemplación al inmenso retrato de una hermosa e inmensa mujer. De mirada cerrada e intención solemne, en sus manos protegía un prisma traslúcido, provocador de surcos de colores creadores e inquietos.
Atrás, una imagen nocturna de una cúpula cartagenera parecía una sombra, negándose a desvanecer. El mural más grande de Colombia, se elevaba, digno y orgulloso, y hacía de frontera entre la impasible y fotogénica ciudad amurallada y el independiente y voluntarioso barrio Getsemaní. Dos universos distanciados tan solo por un par de calles, que reflejan al ser comprendidos como un todo -y por separado- los hilos invisibles que sostienen a Cartagena.
Los vientos del Caribe traen consigo cierta devastación silenciosa: la sal que acumulan sus impulsos se fija para carcomer todo lo que se encuentra a su paso. Un huracán en cámara lenta. El mural, no fue la excepción. Seis años pasaron desde que el último de los siete artistas que lo pintaron, descendió satisfecho del andamio de madera. Primero fueron los rojos y magentas los que empezaron a fundirse con la textura envejecida del muro. Luego el rostro de la madre, de la mujer, empezaría a perder vivacidad, hasta llegar a parecer un dibujo hecho con arena. Las sombras se hicieron sombras el mural vencido, preparaba su despedida.
Lo eterno es solo atributo de lo irremplazable y el olvido cierto ocio del alma. La imagen que permaneció durante esos seis años, merecía un mejor destino. Un final sin agonías. El mural que se convirtió en territorio de diálogo y discusión debía ser rescatado. La imagen que se hizo carne y el homenaje que se convirtió en revelación, debía continuar. Hoy Cartagena se prepara para recibir a uno de sus hijos conocidos: otro mural. En un par de semanas, la ciudad disfrutará de otro escenario de belleza y compresión. La madre antes de irse, les pidió no desfallecer en el intento, siempre agradecido, de transformar los muros en mareas.