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En la Sierra Nevada se siembra café, y no cualquiera. Allí, a la ladera de la montaña, sobre los 1.700 […]
En la Sierra Nevada se siembra café, y no cualquiera. Allí, a la ladera de la montaña, sobre los 1.700 msnm, se cultiva nuestra historia: crece arada por guías ancestrales entre arbustos de yuca, algodón y fríjol; cobijadas por las matas de plátano, guineo y malanga. Tras arribar a mediados de 1741 a la zona, el café encontró su casa en las manos de campesinos e indígenas arhuacos, koguis, wiwas y kankuamos. Su aroma impregnó las ramas del resto de los árboles; mientras la brisa salina saludaba los primeros frutos que manaban de la tierra. Porque en la Sierra Nevada no se siembra sólo un grano que es comercializado; antes bien, brota una conversación entre la naturaleza y el ser humano, un diálogo en el que cada uno entrega y recibe un poco del otro. Porque vivimos por el otro, gracias a su regalo desinteresado, queremos que conozcas un poco más sobre el café cultivado por las comunidades indígenas de la Sierra Nevada. Recuéstate, desconéctate un poco del ajetreo y deja que la tierra hable desde el país de la belleza, porque los "mamos" conocen su mensaje y lo transmiten a través de su café cultivado de una forma única.
El café de la Sierra Nevada es cosechado en su inmensa mayoría por indígenas arhuacos (el 70% de los caficultores pertenecen a esta comunidad). Este no es un detalle más; por el contrario, lo es todo: el café es un regalo de la tierra destinado a nuestro deleite; además de una promesa que realizamos para estar en paz y comunión con la naturaleza. Se siembra café no por razones instrumentales; sino porque, con él, se honra la vida. Según la sabiduría ancestral de este pueblo, impartida por los “mamos”, cada planta tiene una energía, una forma particular de comprender el mundo.
En nuestra comunión con ellas, gracias a la siembra, conversamos: nos entendemos a nosotros mismos como parte de una vida natural inmensa, repleta de vida, de la que somos tan sólo un ser más. Ni amos, ni dueños de nada; más bien, somos otros más que ocupan un lugar en medio de la creación. El café, para los distintos pueblos indígenas de la Sierra, es una promesa de vida, un gesto por congraciarnos con la tierra y retornarle su calidez. Cuidamos de ella: sembramos vida en sus mesetas y llanuras, en sus montañas y sus valles. Le devolvemos un poco de todo lo que ella nos da. Detrás del café está la historia del eterno diálogo entre el ser humano y la vida natural y, por ello, es necesario respetar algunos ritos. Como toda charla entre amigos, hay algunas formas y principios que deben observarse.
El primero consiste en hacer un pagamento; es decir, pedir al “mamo” su intermediación ante la naturaleza. Sólo ella puede autorizarnos a disponer de sus recursos, de su energía para la cosecha y la siembra. En otras palabras, no hay café si no existe su consentimiento. El segundo gesto tiene que ver con nuestra disposición cuando conversamos con ella. Al momento de recoger el grano, es necesario que todas las personas que realicen esta labor sientan alegría y agradecimiento con la tierra y su ofrenda. Porque ante el milagro de la vida no hay lugar para la tristeza ni la apatía, hay que reír. Reír para agradecer la bendición que la tierra nos concede. Estos son tan sólo dos ritos o prácticas que hacen parte del saber ancestral de la comunidad. Aún cuando hay muchas prácticas, estas son algunas que son propias de la región.
El café de la Sierra Nevada no crece solo: siempre está acompañado. Crece junto a otros arbustos y árboles nativos de la zona. Esto tiene dos explicaciones: por un lado, la luminosidad solar es alta para los cafetos. Esto hace del cultivo a la sombra una de las especialidades de los caficultores. Por el otro, existe la necesidad de no menoscabar el espacio de otros seres vivos y plantas. La sabiduría ancestral concibe que el café es una vida más en medio de otras, que dialoga y convive con ellas. Si cultivamos para acercarnos a la naturaleza, no deberíamos cortar los lazos que unen a las demás formas de vida entre sí.
En la actualidad, al menos el 93% del área cafetera cuenta con sombrío. Dentro de las variedades más sembradas, se encuentran la Típica o “Criolla”, como es llamada en la región, la Caturra, Castillo, Cenicafé-1, Tabi y Colombia. Gracias a su tradición y originalidad cafetera, el café de la Sierra Nevada cuenta con el sello de denominación de origen. Esta distinción es otorgada a los productos que, por su especialidad y distinción, bridan una experiencia que trasciende los estándares habituales. Para cumplir con esta calidad, además de ser cultivado en la zona, el café debe ser arábigo, lavado y suave. Si quieres conocer un poco más sobre las características técnicas de este café, te sugerimos revisar la Resolución 2484.
Sobre su perfil de taza, dicha resolución establece que es “limpia y balanceada con cuerpo medio– alto y uniforme; acidez media, con sabores asimilables al chocolate. En su fragancia y aroma se perciben notas dulces y anuezadas que, junto con la suavidad y limpieza propias del café́ de Colombia, lo hacen particular”. Un sabor así sólo puede conseguirse gracias a la naturaleza: por escucharla y complacerla durante generaciones, por llenar de verde la tierra cercana al cielo, por escuchar el mar y dejar que su brisa acaricie los cultivos. Porque sólo un café que encontró su casa puede ser tan especial, el de nuestra Sierra Nevada es una delicia que no puedes dejar pasar. Tras su magia está el regalo de los “mamos” y su sabiduría ancestral; además de la riqueza natural que sólo una montaña arrullada por la brisa del mar puede brindar.