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Corrían los años 80 y Medellín no descansaba: la ciudad, como toda gran metrópoli, se enfrentaba a sí misma y sus problemas. Eran los días del Cartel, de la violencia en la calle; pero también eran los días de la esperanza, los del atrevimiento, los del
Corrían los años 80 y Medellín no descansaba: la ciudad, como toda gran metrópoli, se enfrentaba a sí misma y sus problemas. Eran los días del Cartel, de la violencia en la calle; pero también eran los días de la esperanza, los del atrevimiento, los del rock agreste y sensible a la realidad social. Eran los días de otra Colombia, una ya distante de nuestro presente. En medio de eso, estaba Medellín: una ciudad a la que le sobraban las historias, un hervidero de sonidos y experiencias encontradas que reclamaban, cada vez más, lugares para su socialización. Entre el universo de los adultos, más conservador y religioso, y el de los jóvenes—radical en su búsqueda de sentido y en contravía de la moral tradicional—yacía un abismo de distancia. Testimonio de ello es el Ultra Metal, banda sonora del discurso juvenil ante los valores y los problemas sociales que imperaban por aquel entonces. Pero vamos muy rápido, y acá lo único que va a ese ritmo es la música de la que hablamos. Como no podría ser de otra forma, queremos ir más allá de la historia conocida. Por eso, y para honrar el trabajo de los que hicieron de la vida una sucesión de acordes infinitos, visitamos estas páginas de nuestro pasado musical para que no quede ningún acorde en el aire. Dejemos que los que vivieron este relato nos cuenten más sobre qué fue todo esto, sobre cómo fue que nuestra música influyó el sonido del black metal noruego. Ya saben: volumen alto y ampleto ecualizado. ¡Lo que se viene suena brutal!
No se entiende el Ultra Metal si no imaginamos cómo era Medellín entre los años 50 y 80. Para no hacer el relato muy largo, la ciudad se dividía en dos mundos: por un lado, estaban todas las personas que habían migrado del campo a la urbe tras La Violencia de los 50 y el florecimiento de la industria paisa. En busca de un mejor futuro, miles llegaron a “La Capital de la Montaña” y se asentaron en sus laderas; en especial, sobre aquellas del nororiente. Ya en la capital, las familias crecieron: los padres tuvieron hijos que ya no corrían en medio de los cultivos y los animales, como había sido su caso; más bien, estos mecían un balón entre las laderas y desniveles de las calles y espacios comunales de sus barrios, al tiempo que se abrían a un mundo totalmente nuevo. Era el inicio de una cultura urbana, de lo que Jean Paul Sartre llamaría “una cultura de la juventud”. Los “pelaos” gozaban de tiempo—gracias en parte a la incapacidad para acceder a trabajos estables—, de la posibilidad de observar el mundo: sus entresijos y mecanismos eran explicados a ritmo de tupa tupa, de metal y guitarras desenfrenadas, de baterías efervescentes en las que la vida crepitaba a un tempo acelerado. Ante la adversidad, la generación de sus padres bailó y cantó a todo pulmón miles de canciones dedicadas al amor y al olvido, a la dicha y los cambios. Los jóvenes, por su parte, cuestionaron el universo paterno y construyeron uno propio. Marco Palacios, en su libro Entre la legitimidad y la violencia, explica bien esta distancia entre adultos y jóvenes a partir de la música: “mientras rancheras, corridos y tangos conservaron su lugar en el gusto popular, junto con los paseos vallenatos que fueron un éxito fulminante desde los años 60, las nuevas clases medias adoptaron, a fines de los años 50, el rock de los Estados Unidos y, pocos años después, las baladas de los Beatles”. Simplificando las cosas, en una esquina estaba la ciudad que escuchaba a Gardel, que reposaba el almuerzo en los cafés del centro y los billares populares; esa que cuestionaba, bajo la remembranza del pasado campesino, el “nuevo mundo” que surgía amparado por la televisión y la radio nacional. En la otra, estaban los jóvenes y todas sus “notas”. Este era el nombre por el que se conocían las fiestas y demás movidas culturales que se realizaban en casas y bares; cuando no al aire libre por toda la ciudad. Aquí, bajo la excusa de la música, se disfrutaba de una experiencia cultural única: la gente lucía sus mejores “perchas”; al tiempo que compartía sus vinilos y casetes para que el sonido no faltase. No fue de extrañar que, bajo el crujir de la aguja de las tornamesas y el rebobinado manual de los casetes—recuerden cómo era eso de “devolver la cinta” con lápices y esferos—, se tejiese una nueva cultura, ávida de fiesta y sonidos estridentes. Medellín conversaba con el mundo bajo distintos compases, siguiendo el ritmo que le marcasen: La ciudad no temía a alternar un paso de salsa con un bolero; cuando no “saltaba” el disco de lleno en un tema de metal o rock para luego llorar un tango. Era en estas “notas” que el sonido fluía de mano en mano, en casetes artesanales o en compra y cambio de vinilos. Alrededor de las “notas”, la ciudad compartía: cada tanto, en un barrio surgía un nuevo fanzine, una nueva publicación subterránea; mientras, al otro extremo de la ciudad, capaz brotaba un nuevo grupo musical. Sin darse cuenta, en cada barrio se colaba un sonido, una sensibilidad musical propia. Las “notas” crecieron y ya eran otra cosa: se les llamó “parches”, pues la gente “parchaba” alrededor de un gusto común, de un interés cultural propio. Fue aquí donde la música encontró su mejor refugio.
“Medallo” respiraba música: cada género tenía su programa en las emisoras, cada estación buscaba la forma de conseguir los últimos vinilos y “trabajos” de los artistas para no rezagarse. Si en los 60 se hablaba tan sólo de “rock” sin diferenciar entre subgéneros, tal como cuenta Elkin Ramírez en una entrevista para el libro Mala hierba: historia del surgimiento del punk en el barrio Manrique, en los 80 la cosa era muy distinta: cada “parche” diferenciaba muy bien cuál era su sonido. Ya no se hablaba de “rock”, sin más, pues entre el new wave y el heavy había un trecho largo (por sólo citar un caso). Tras el Festival de Ancón de 1971, uno de los hitos de la historia del rock clásico y psicodélico en nuestro país, la ciudad se involucró cada vez más en la música. Cada barrio tenía sus “parches”, su forma particular de comprender la realidad inmediata y el contexto social en el que se encontraban. Entre el nororiente y el sur, yacían diversos grupos a la espera de “toques” y festivales. Para 1984, Kraken, desde El Poblado, trazaba los primeros riffs de lo que sería su heavy metal de alta influencia rockera. Al mismo tiempo, desde Buenos Aires surgía Parabellum; mientras en Castilla y Belén brotaban bandas como Mierda y Antitodo. Ya para 1987, la ciudad rasgaba los acordes más brutales: Masacre y Reencarnación surgían entre rugidos inconformes. Años después, otras bandas como Typhon, Blasfemia repuntaron ritmos igualmente extremos.
De las entrañas de la ciudad emergía un sonido subterráneo, un aliento de vida que cuestionaba la violencia del narcotráfico y la represión del sistema de valores católico. El reclamo de la juventud era claro: ¿por qué pregonar algo que luego es negado? ¿Cuál mejilla habrá que poner cuando ya no quede nadie? Bajo un sonido agresivo y frenético, las guitarras se entretejían al compás de aullidos y guturales, nueva lengua en contra de la barbarie. Más allá de esto, en el Ultra Metal encontramos un mundo complejo. Bajo esta expresión artística, se denuncia el narcotráfico y el conflicto; además de la hipocresía de la iglesia y su impacto en nuestra sociedad. Estos dos temas impulsan un lenguaje simbólico brutal: se apela a un imaginario religioso y su confrontación con la experiencia cotidiana, todo ello bajo un sonido oscuro y emotivo. Ahora bien, no hay nadie mejor que Ramón Restrepo, líder de Parabellum y escritor de Ultra Metal: el eslabón perdido de la música extrema en Colombia, para explicarlo: “Lo que caracterizaba el sonido del Ultra Metal podría ser esa mezcla de empirismo y ganas de realizar la música con dureza, crudeza y rabia”, dice él, precursor de este sonido y testimonio vivo de toda esta movida. De las raíces más profundas del Valle de Aburrá irrumpía un discurso cuyas melodías rememoraban lo mejor de la tradición romántica y maldita francesa. En las letras de estas bandas, en su expresión furiosa, emerge una narrativa similar a la del Baudelaire y el Lautreamont más furiosos, a la energía rabiosa de Artaud y el resto de los que vieron qué ocurría al final de la noche. El discurso enunciaba una propuesta vitalista: es necesario dialogar, razonar y cultivar el espíritu para no ceder a la tentación de la barbarie. Era música agresiva en contra de la guerra. Tal como canta Víctor Raúl Jaramillo en el tema Reencarnación, cada vez era más importante dialogar, razonar, “buscar la propia luz para no apagar la de los demás”. Todo este mensaje venía urdido en un sonido crudo, heredero de los escasos recursos con que se contaba para tocar. Y es que buena parte de estos grupos rugían bajo instrumentos de electrónica y manufactura artesanal—personas como “El Eléctrico” y otros jóvenes con educación técnica en electrónica y circuitos fueron los artífices de rudimentarias distorsiones y amplificadores—, en garajes y ensayaderos incipientes. Sobre esto, recuerda Alejandro Torres Ocampo, especialista en la escena nacional y librero de Árbol de Tinta Libros, para la recopilación La patria sacudida, que estas bandas eran “herederas de la pragmática del punk; de hecho, se las arreglaron para sacar a la luz un sonido que se mueve a contracorriente y en franco uso de la política del hazlo tú mismo”.
Una de las bandas precursoras de este sonido, si no la creadora, fue Parabellum. Su nombre, a veces escrito en español como “Prepara la Guerra”, marcó época tras su aparición en la “Batalla de las bandas” del año 85. Los que lo vivieron, cuentan que el sonido de estos “pelaos” no tenía nombre: sus letras y propuesta en escena hicieron que la gente estallase en un pogo brutal, que culminó en una “polvareda” tremenda en la Plaza de La Macarena. Después de ello, no hubo vuelta atrás: la gente gritaba por otra ronda de sus canciones. Tras ellos, grupos como Spol y Lasser, que erigían la bandera de un rock más comercial en el festival, fueron abucheados sin piedad por el público. Ni siquiera los míticos Kraken—por ese entonces un grupo apenas conocido por la voz de Elkin Ramírez, excantante de Kripsy— pudieron tocar. Sin darse cuenta, aquí se empezaba a escribir la historia de este género, que debe su nombre no sólo a su propuesta extrema y agresiva; también a una serie de televisión de la época muy popular por la gente de ese entonces: Ultramán. De todo esto, tan sólo queda una duda: ¿cómo fue que el viejo adagio latino de Vegecio, “si vis pacem, para bellum” (“si quieres paz, prepara la guerra”) llegó hasta los oídos de Ramón Restrepo, “La Bruja”, Cipriano y Jairo? No lo sabemos. Lo que sí conocemos es que la expresión latina da plena cuenta de lo que se buscaba: cuestionar la guerra desde el arte. Enfundar las armas para desenfundar las guitarras. Con el tiempo, y como antídoto para la precariedad, las bandas idearon canales y formas de distribución musical que fuesen más allá de las emisoras y los medios locales. Entre ellas, tal vez la más eficiente fue el intercambio de cintas, discos compactos, fanzines y vinilos. La idea era sencilla: si lo que se quería era irrumpir en el mercado internacional, lo mejor era intercambiar música con otras bandas y jóvenes de todo el planeta; sobre todo de Europa y Estados Unidos, las principales moradas de este sonido. Fue de esta forma como Alex Oquendo y Mauricio “Bull Metal” Montoya (q.e.p.d), exbatería de Masacre y Typhon, entraron en contacto con personajes como Euronymous, líder de la banda Mayhem, y otras futuras glorias del black metal noruego. Al respecto, Kjetil Manheim, ex miembro de esta última, recuerda que en algunas salas de ensayo y reunión de estas bandas existían afiches de Parabellum, Reencarnación y Masacre. Más allá de esta poderosa imagen, su testimonio refleja hasta qué punto el ruido más potente de nuestro país caló en el, por ese entonces, incipiente black metal. Al respecto, también rememora Ramón Restrepo en su libro cómo fue que distintos productores escandinavos se acercaron a ellos tras recordar estas anécdotas. A pesar del inmenso respeto que lograron, a las bandas de la “primera generación” les fue difícil posicionarse y distribuir su sonido a nivel mundial. Las escasas productoras y casas disqueras dispuestas a registrar esta propuesta—bien vale recordar las anécdotas entorno a la grabación del primer disco de Parabellum: se llegó a decir que las consolas y equipos se habían fundido tras grabar estas melodías; incluso, se dijo que “cosas paranormales” ocurrían en las salas de Discos Fuentes tras este suceso— impidieron la propagación de este género. Además de esto, fue imposible para las bandas salir del país a los distintos festivales que se organizaban en todo el mundo. No hubo manera. Sin embargo, otra fue la historia para la gente de la “segunda generación”: el parche del “Metal Medallo”. Al día de hoy, bandas como Masacre gozan del máximo reconocimiento internacional; no sólo como pioneras del sonido más extremo, sino como propuestas herederas de una larga tradición. Gracias en buena medida a lo logrado por sus predecesores, este “parche” catapultó el sonido colombiano a otras latitudes. No por nada, acá se los recomendamos. ¡Lo que resta es prender el equipo!