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Las cálidas aguas del Mar Caribe en las playas de Santa Marta, en el norte de Colombia, fueron testigos de un hecho sin precedentes. La primera devolución directa de tesoros robados a los Kogui, un ancestral grupo étnico que, al igual que muchos pueblos de América Latina, sufrió los vejámenes de la conquista española. Sin embargo, esta historia no es sobre ese episodio, sino de la grandeza por mantener vivo un legado y un diálogo entre los dos mundos. Cuatro destinos en Colombia para convivir con los indígenas.
La historia, sorprendente y mágica, como la tradición que envuelve a esta apacible comunidad, se empezó a gestar cuando el francés, Eric Jullien paseaba por la Sierra Nevada de Santa Marta hace más de 20 años. Allí, sufrió un accidente que comprometió uno de sus pulmones y fue cuidado por los Kogui quienes, a través de su sabio conocimiento de la naturaleza, lo curaron. Eric supo entonces que debía hacer algo para agradecer este gesto. Conoce más de la Sierra Nevada de Santa Marta.
A través de la fundación Tchendukua, “yo te doy, tú me das”, empezó a buscar fondos para devolver tierras a esta comunidad y a tratar de encontrar aquellos tesoros que, por azares de la vida, se dispersaron por el mundo como trofeos y apología al lujo, lejos geográfica y simbólicamente de quienes los concibieron como un manera de representar al sol, al agua, al poderoso jaguar o a cada una de las especies de la Madre Tierra.
A las 9 de la mañana del pasado 18 de febrero, bajo un fuerte sol y en la hermosa playa Gairaca en el Parque Nacional Tayrona, uno de los parques naturales más importantes y extensos (15 mil hectáreas) de Colombia, fueron apareciendo de manera silenciosa más de 40 Koguis, hombres, mujeres y niños, acompañados por una energía indescriptible, que sólo se puede sentir cuando se está ante la presencia de los mamos, los líderes espirituales de estas comunidades.
En medio de su estoicismo y de tímidos juegos de los niños esperaban pacientes por un pequeño velero de seis metros de largo que llegaría desde Francia cargado con algo que solo le pertenecía a ellos y nadie más.
Poco a poco, en el horizonte, se fue dibujando la pequeña embarcación empujada por el viento y las ganas de hacer realidad un encuentro que parecía inimaginable. El violín, tan extraño por estas tierras, empezó a ser interpretado por el colombiano Camilo Giraldo como preámbulo de un momento soñado, mientras las flautas de los Koguis hacían lo propio. Así se fue produciendo un encuentro de dos mundos, Europa y América reunidos nuevamente a través de la música.
Finalmente, la forma del velero se hizo más nítida y la sonrisa de Eric en la playa se fue haciendo más grande. “Allez, allez” (“vamos, vamos”), gritaba.
El baúl salió a la luz. Después de más de 25 días de cruzar el océano Atlántico, la pequeña embarcación comandada por el capitán Olivier Jehl llegó a tierra firme. Allí, venían los tesoros devueltos por la baronesa de Bélgica Dora Janssen, quien los había adquirido hace más de 30 años y decidió que debían regresar con sus auténticos dueños, luego de conocer de cerca su historia.
Un objeto de oro redondo y brillante como el Sol fue el primero en aparecer. A éste, le siguieron una especie de corona completamente lisa de unos 10 centímetros de altura junto con un largo brazalete, adornado de aros brillantes. Un objeto más, muy similar al primero, apareció reflejándose en los ojos de varios de los asistentes dentro de los que se encontraba el Embajador de Francia en Colombia, Jean Marc Laforet, autoridades locales y algunos amigos de Eric que respaldaron su proeza.
En manos de los Kogui, estas piezas parecen haber adquirido otra dimensión, un nuevo aire. Tal vez brillan más o es solo que encajan a la perfección en el lugar del que nunca se debieron ir.