Diez escritores que han pisado Colombia
Conoce aquí las fascinantes historias de 10 escritores importantes del mundo que vivieron o visitaron Colombia y se inspiraron para escribir gracias a nuestro país.
Ya sea gracias a su encanto y magia singular, que atrae las más inverosímiles historias —o que lo diga Clarice Lispector, cuya anécdota de viaje parece sacada de la más enrevesada película de Jodorowsky o Buñuel—, hasta la más profunda vocación respecto al país y su devenir político y social, nuestro país ha dejado huella en todos los maestros de la literatura que lo han visitado. Preparen el esfero: ¡acá lo que hay son historias bacanas por conocer!
Alberto Fuguet: el montajista tras los pasos de Andrés Caicedo
Alberto Fuguet es uno de esos nombres que difícilmente podrían eludirse en una lista como esta. El escritor chileno, uno de los padres del movimiento “McOndo” —ese prólogo en el que se optaba por una literatura que retratase la nueva Latinoamérica urbana, afín al auge digital y el cosmopolitismo, distante a la fantasía rural e hiperbólica del “Boom Latinoamericano”—, ha hecho de Colombia uno de sus mejores pretextos para la inspiración literaria. Fuguet, como dicen las aerolíneas, es un “viajero frecuente” de estas latitudes. Más allá de sus viajes a algunas de las principales ferias del libro de nuestro país, el escritor estuvo en Cali una buena temporada investigando sobre su “hermano de letras”, Andrés Caicedo. Su testimonio, repleto de amor y respeto por el ídolo caleño, resulta conmovedor: “De inmediato, comencé a ponerme rígido porque me di cuenta de que era un buen libro, gordo, actual y muy cinéfilo […]. Veo los datos del autor: 25 años, colombiano, y empiezo a hojear: James Dean, Roger Corman, Taxi Driver, películas de terror, cosas muy actuales, y digo: Qué es esto. De dónde salió. Compro el libro, me voy al aeropuerto, me subo al avión, son tres horas a Santiago, y aterrizo otra persona. Fascinado, me encuentro con el hermano que siempre anduve buscando, con el par, con el tipo que yo sentía que me hacía falta para haber sido menos atacado, alguien que me habría podido proteger, que me habría podido decir Tú también puedes escribir de esto, no está mal escuchar música en inglés, no eres un traidor por escuchar a Radiohead o a The Rolling Stones, en vez de escuchar rancheras: tú puedes ser chileno o peruano, ecuatoriano, colombiano o mexicano, ver películas extranjeras y, sin embargo, procesarlas localmente”. Lo que empezó como una travesía por una librería para “matar tiempo” antes de un vuelo a Santiago de Chile, terminó por entregarle a Fuguet un país y su cultura; un hermano y un motivo para la literatura. El tiempo hizo que el cineasta y escritor chileno viese en Cali una posibilidad; una ciudad hermana en la que estarían los vestigios de la vida de Andrés, ese hermano de gafas ondas y pinta de “rock star”, que amaba la salsa aunque sus pies temblasen, como su voz, cada vez que tocaba enfilar camino a la pista de baile. Tras algunos viajes y entrevistas, además de visitas frecuentes al archivo personal del escritor, Fuguet logró un libro conmovedor; un relato por el que la vida de Andrés camina a la estela del rock y el cine, dubitativa y amorosa, aferrada a las letras y al ritmo que sólo una juventud curiosa y ávida de amigos puede arrastrar. Mi cuerpo es una celda, ese soplo de vida caicediano, encuentra a Fuguet nuevamente en la silla del director. Su trabajo, más que novelar o imaginar la historia que tejería la vida de sus lectores, es otro: dejar que Andrés Caicedo hable, que sus palabras retumben y que cada uno de sus momentos vitales quede retratado. Por eso, su libro rememora al director que, aferrado a su trabajo, hace de montajista, sonidista y actor de reparto. Un testimonio de amor por el caleño.
William Burroughs, la contracultura y el viaje al corazón de nuestra selva
Un día William Burroughs llegó a Bogotá: venía de México, huyendo de las autoridades mexicanas. Su desencanto era grande: el mundo, como una suerte de semilla mal incubada, prometía sueños que luego eran triturados por el “sentido”. Huyéndole a todo, el padre de la contracultura de aquel entonces, sacerdote de la guitarra de Kurt Cobain y la voz de Ian Curtis, entraba a un pequeño cuarto de hotel en Bogotá, refugio de sus primeras noches por nuestro país, para empezar su búsqueda del yagé: el arbusto que bien podría devolverle al mundo, o al menos eso creía Burroughs, su multiplicidad de sentidos. En sus Cartas sobre la ayahuasca, su correspondencia de estos días dirigida a Allen Ginsberg, Burroughs narra sus impresiones sobre Puerto Asís, Cali, Armenia, Bogotá, Pasto —la ciudad que pareciera atraerle más entre todas las que conoció de nuestro territorio—, Mocoa, Puerto Leguízamo, y Popayán, entre otros destinos de nuestro país; a la vez que sus palabras desenhebran los secretos de nuestra selva y biodiversidad. Y es que Colombia pareciera ser ese último resquicio del mundo en el que anidan secretos que bien valdría rescatar; o eso intuimos del tono oscilante del escritor, para quien a veces Colombia encierra la esperanza de ese reencuentro con lo místico y la naturaleza; cuando no encarna la ansiedad ante la experiencia frustrada.
Fernanda Trías y el trópico del mugre rosa
Fernanda Trías es una de las voces más frescas de la literatura latinoamericana actual. La uruguaya, oriunda de Montevideo, ha hecho del recuerdo una posibilidad para la fantasía más exacerbada. O bueno, así podríamos resumir en buena medida lo que fue Mugre rosa, la novela de este lado del mundo —los norteamericanos señalaban a Dean Koontz de ser su vidente particular de la pandemia de COVID-19 por su obra, Los ojos de la oscuridad— que, apenas unos meses antes del inicio de lo que se dio en llamar “la nueva normalidad”, imaginaba una latinoamericana azotada por un extraño virus. Trías encontró la inspiración para esta novela y otros de sus relatos en Colombia, pues desde hace más de 6 años reside en nuestro país. Por ello, no sorprende que algunos paisajes abordados en su novela rememoren algunas instantáneas de nuestro país; así la acción principal de la novela transcurra en su Montevideo natal.
Hunter S. Thompson y la Sudamérica de los mil rostros
Por los días de mayo del 62, un joven Hunter S. Thompson viajó a Colombia. Tras navegar desde Aruba, nuestro país significaría el primer destino de su periplo por todo Sudamérica. El propósito del maestro del periodismo Gonzo no era otro que el de inmortalizar la sensibilidad e inquietudes de una de las épocas más convulsas que sacudieron el siglo XX: la Guerra Fría. Si en Estados Unidos las noticias sonaban como al “ruido blanco” de la televisión por su insistencia, la idea era ver cómo era que se vivía este periodo lejos de tanto ajetreo. Entre sus cartas y columnas para The National Observer, un Thompson siempre mordaz se pregunta por mil y un cosas. Entre ellas, se pregunta por los habitantes de La Guajira; por lo caro que resultaba el whisky escocés en Barranquilla; por el frío bogotano —créannos: esta es una preocupación recurrente—; y por la diversidad y exuberancia de los paisajes colombianos. Más allá de eso, Thompson indaga en las relaciones entre Colombia y Estados Unidos, su país de origen; al tiempo que se pregunta por la Alianza para el Progreso, por el futuro del recién electo Guillermo León Valencia, y por el precio y mercado del café internacional, entre otras cosas. En varias de sus cartas de esta época, Thompson, al mejor estilo de un naturalista del siglo XIX, desglosa algunos pormenores sobre el mercado del café y sus variaciones; al igual que tiene tiempo para narrar los sucesos cotidianos que le asombran de ese nuevo mundo con el que despierta día a día. Incluso, tiene tiempo para burlarse de sí mismo. Al respecto, Thompson recuerda “una fea gripe en Bogotá”, todo porque su hotel “no tenía agua caliente”.
Mo Yan, el fiel admirador de García Márquez
Como en La vida y la muerte me están desgastando, una de sus nóvelas más ambiciosas e interesantes en la que se rememora los diferentes periodos del inicio de la China maoísta a través de la vida de un hombre que reencarna en diversos animales, podríamos decir que todo empezó en 1955, cuando un niño abrazó la tierra entre animales y la risa de sus padres. De repente, fue “Mo Yan” —“No Hables”, si concordamos respecto a las mayúsculas del nombre propio—, seudónimo que luego ya no el niño, sino el hombre, escogería para encabezar su obra. Y Mo Yan dijo muchísimo: su obra, fantasiosa y crítica por partes iguales, es una radiografía de la China del siglo XX como ninguna. Sin embargo, esto no hubiese podido ser si aquel joven escritor y periodista no hubiese descubierto prontamente a García Márquez. Al respecto, el escritor chino rememoró, en el marco de una conferencia impartida en la Universidad de los Andes, hoy recordada gracias a El Espectador, cómo fue que encontró en “Gabo” una de las claves fundamentales de su primera escritura: “La literatura siempre ha creado personajes buenos, heroicos. Pero lo que más toca el corazón de los lectores son los personajes bajos, humildes. Recuerdo haber leído una obra de Gabriel García Márquez sobre un general que recuerda a Simón Bolívar. Mientras se bañaba en la bañera se echaba pedos. Bolívar debe ser un gran héroe para ustedes, pero esa descripción de García Márquez lo hace parecerse a nosotros”. Más allá de esta jocosa y reveladora anécdota, el premio Nobel chino siempre ha agradecido a García Márquez su inspiración y capacidad para dotar de voz a las personas del común; a esos que, a diario, construyen la historia en los márgenes de las recámaras de los grandes señores.
Henri Charrière: el escritor del vuelo de la mariposa
Hubo un día en que Henri Charrière surcó los mares de este mundo para narrar una de las historias más fascinantes de las que hemos sabido: la de “Papillon”—palabra francesa para mariposa—, un hombre acusado por un crimen que no cometió, pero que signó su destino. El francés, ex miembro de la Armada de su país, fue acusado de haber asesinado a un proxeneta en su tierra natal. Tras la noticia, vino la sentencia judicial: su vida yacía pendida al grillete en una prisión de la Guayana Francesa. La cadena perpetua, además de los miles de trabajos forzados que debería realizar, fueron pretextos suficientes para huirle al mal dado del destino. Y es que, para Charrière, una vida no era suficiente. Era necesario volar. Batir las alas tanto como el viento lo permitiese. Tras su estancia en la cárcel de Saint-Laurent-du-Maroni, en la Guayana Francesa, el escritor tuvo su primer chance de escape. No lo dudó, y, tras una corta estancia en Trinidad y Tobago, un barco lo trajo a Colombia. En cierto modo, nuestro país encerraba la metáfora de la libertad; un lugar para la redención y la búsqueda de justicia. Riohacha y La Guajira fueron su primera casa. Allí, el escritor tuvo tiempo de regocijo y la paz por al menos 6 meses; hasta que sus cartas, de nuevo de cara al destino, fueron mal barajadas. En Santa Marta fue que la suerte se trucó, y, a pesar de sus intentos, la Guayana aparecería de nuevo como un lugar ineludible. La historia de Charrière quedó consignada en las novelas Papillon y Banco, su continuación. Como si de un Edmundo Dantés contemporáneo se tratase, la historia del exmarino francés pasó a la historia: de ella supo el mundo del cine; sobre todo gracias a sus adaptaciones de 1973 y 2017. Esta última contó con la participación de dos de los más grandes nombres del cine actual: Rami Malek y Charlie Hunnam.
Clarice Lispector, entre las letras y lo oculto
Clarice Lispector dejó tras de sí una estela literaria inalcanzable. Sus relatos mueven las vísceras de todo aquel que pose sus ojos sobre ellos. Como si de un recuerdo anodino se tratase, sembrado al sol de su Brasil natal, como es el caso de Restos del Carnaval, uno de sus más bellos relatos, o como si de una verdad inconfesable consistiese el vivir, la escritora brasilera construyó una de las obras más fascinantes para la posteridad. Por ello, no extraña que, en medio de su éxito, la escritora conociese nuestro país. Tras una serie de jornadas literarias en Cali en las que la escritora compartiría cartel con Antonio di Benedetto y Mario Vargas Llosa, la escritora sería invitada a Bogotá por un poeta y político nacional, Simón González. Quien en otra época fuese parte del “parche” Nadaísta, había quedado fascinado con el aura y el misticismo que emanaba de Lispector y su obra. Y es que, ¿quién podría resistirse a una declaración como “dejo registrado que, si vuelve la Edad Media, yo estoy del lado de las brujas”? La célebre frase de Lispector no dejaría a sus espectadores impávidos; por el contrario, González y otros más la recordarían hasta sus últimas circunstancias. No por nada, un día arribaría una carta al despacho de la escritora: en ella, se le invitaba como asistente —aunque no se descartaba que, si así lo deseaba, la escritora pudiese participar con una lectura o una ponencia— al “Primer Congreso Mundial de Brujería de Bogotá”. No cabía duda. Valía la pena ver qué se traían por esos lares. Al menos para saciar la curiosidad. Lispector vino; y tras de sí quedó el recital de uno de sus más extraños cuentos: El huevo y la gallina. Ya no compartía panel junto a Vargas Llosa; más bien, era Uri Geller, el famoso ilusionista, quien la acompañaría en primera plana. La historia, fascinante y risible a partes iguales —no por la escritora, sino por las ocurrencias de González y el impacto del evento en la sociedad de la época— fue bien retratada por el genio periodístico de Juan Forn, otra de las plumas más finas de nuestro continente.
Ernesto Sabato: dos viajes y una hermandad eterna
Sabato vino dos veces a Colombia: en un primer momento —y tras una corta estadía en Bogotá de la que ya hablaremos más adelante—, Manizales fue la ciudad que hospedó al maestro de El túnel. Hablamos de 1969, del Festival de Teatro Universitario de Manizales (evento que, justo un año antes, había contado con Miguel Ángel Asturias como invitado), de una Colombia que ya veía a Sabato como uno de los más grandes escritores del siglo XX. Pero rebobinemos. Echemos la cinta un poco hacía atrás: todo comenzó en Bogotá. Sabato haría una parada de un día en la capital como escala a Manizales. Tras ser recibido por los escritores Eligio García y Roberto Burgos Cantor, Sabato pediría tan sólo una cosa: visitar la Quinta de Bolívar. El escritor era un gran admirador de la figura del libertador, alguien a quien, curiosamente, había cuestionado en Sobre héroes y tumbas (aunque, bueno, aquí se trataba de un retrato de la relación entre nuestro prócer y San Martín). Y bueno, luego sería Manizales: la ciudad de las iluminaciones profanas, del reencuentro entre el escritor y sus fantasmas. Tras un viaje accidentado —cuenta el mito que la turbulencia al arribar a tierras caldenses no fue normal—, el escritor se encontró con una ciudad devota de sus libros. Tras varios recibimientos y ágapes, algo falló. Según recuerda Sabato, hubo una comitiva de agradecimiento en la que se ofreció comida de mar directamente traída de nuestras costas. ¿Se imaginan cuanto duraría ese vuelo? Ni hablar. La cosa fue grave: Sabato se intoxicó; al tiempo que sufrió de fiebre y alucinaciones. Pero esto no sería algo necesariamente malo; más bien, marcaría la experiencia del físico que un día renegó de su ciencia para dedicarse a las letras. Tiempo después, el escritor recordaría que varias de las imágenes e instantáneas propias de la duermevela y la enfermedad serían retratadas en Abbadón el exterminador, esa suerte de novela-ensayo en la que todo el universo “sabatiano” —si nos permiten la expresión— se enfrenta al eterno problema del ser humano y sus posibilidades, del siglo XX y sus abismos. Pero lo increíble está por llegar. Ya recuperado, el argentino se vería a sí mismo en medio de una situación propia de una novela suya: ante él, en una calle del centro manizalita, una muchacha hermosa caminaría a su lado. El escritor, entre risas y asombro, creyó ver en esta mujer una representación de Alejandra, una de las protagonistas de Sobre héroes y tumbas. Después de 8 años de publicado, la ficción traspasaría el papel para materializarse ante su creador en nuestras montañas. Ya en 1984, Sabato volvería a nuestras tierras. Estaría en Bogotá, donde impartiría un par de charlas y dejaría una reveladora ponencia ante los estudiantes de la Universidad Nacional. Con un respeto tremendo por nuestra juventud, el argentino develó de forma inspiradora sus motivaciones y preocupaciones literarias. Gracias a Juan Camilo Rincón, también tenemos certeza de algo: Sabato sí recibió la Cruz de Boyacá. Lo que por muchos años fue una suerte de leyenda literaria en nuestro país, ahora sabemos que fue una realidad.
Jorge Luis Borges y Colombia: un pretexto literario
Lo dijo Borges en Ulrica: “¿qué es ser colombiano? No lo sé. Es un acto de fe”. O bueno, lo dijo uno de sus mil espejos, de esas voces que él, como buen artífice, trajo a este mundo para charlar con otras más en el paraíso de las letras. Ulrica, la protagonista del relato, diría que eso mismo es ser noruego. Se lo diría a Javier Otálora, un profesor de la Universidad de los Andes, tal vez payanés (por lo que narra el relato, nuestro paisano pasó parte de su infancia en “La Ciudad Blanca”). Más allá de este relato, uno de los más apreciados y queridos de su obra, Colombia aparecería en sus recuerdos y semblanzas. Y es que tres serían las visitas del escritor a nuestro país: una en 1963, otra en el 65 y la última en el 78. Borges sería un admirador de la obra de los versos de José Asunción Silva, de la prosa enérgica y segura de Vargas Vila — al bogotano, el escritor del infinito lo inmortalizaría con una cita en su Historia de la Eternidad—; además de un compañero de letras de Jorge Gaitán Durán, con quien mantendría durante varios años una nutrida correspondencia. También tendría tiempo para elogiar La María, esa novela que, a veces de forma ingrata, ha sido denostada sin mayor fundamento. Sobre la idiosincrasia colombiana, Borges no escatimaría elogios, según rememora Juan Camilo Rincón en su libro Ser colombiano es un acto de fe. Historias de Jorge Luis Borges y Colombia, tras recibir las llaves de Medellín, el escritor reafirmaría su aprecio por nuestro país: “[…] estoy añorando esta tarde en que estoy con ustedes, en que me siento en tierra de Colombia; en donde me siento rodeado por la cóncava hospitalidad y generosidad de todos ustedes. Muchas gracias, digo esto a cada uno de ustedes, no a todos, a cada uno de ustedes, singularmente. No puedo hablar… Estoy muy conmovido…”
John Maxwell Coetzee: un enamorado de Colombia

No falta el que lo ha visto caminar por el centro de Bogotá; tampoco el que ha tenido la fortuna de escucharlo en alguna de sus varias conferencias y exposiciones en nuestro país. También hay quienes gozan de una firma del autor sudafricano, premio Nobel de literatura del año 2003, tras conocerlo en algún evento. Coetzee, más allá de ser uno de los autores más prolíficos de nuestro tiempo, es un entusiasta de nuestro país. Aparte de su estrecho vínculo con la Universidad Central —el escritor ha estado en más de una ocasión en sus recintos e, incluso, una vez presentó un relato inédito en esta alma mater—, reconocemos la inmensa generosidad que el escritor ha tenido con nuestro país. En el marco de los “Tres días con Coetzee”, un simposio que congregó a diversos referentes literarios de nuestro país alrededor de la obra del sudafricano, Coetzee develó al mundo uno de los relatos que marcarían su trayectoria: La anciana y los gatos, protagonizado por Elizabeth Costello, uno de sus personajes literarios más relevantes. Su impacto ha sido tal que ya contamos con una película dirigida por un colombiano basada en su obra.